domingo, 19 de agosto de 2012

Discurso de Renuncia de Jacobo Arbenz 27 junio 1954

United Fruit Company en Centroamérica

United Fruit Company

Estas companías creadas en 1870 no poseían  plantaciones propias sino que compraban la fruta a productores de centroamerica y del Caribe, por lo que, antes de 1870, no habia ninguna compañia grande de importacion de bananas a los EEUU.
La mayoría de la tierra que le pertenecian a la cia fueron dadas como concesiones por los gobiernos de los países productores, que estaban deseosos de promover inversiones extranjeras como un modo de modernizar su economía.



Logró monopolizar la producción y el mercado. La empresa funcionaba como un Estado dentro de otro Estado, con tierras, productos, moneda propia y leyes que la amparaban.








El Estado Norteamericano, bajo la doctrina Monroe y amparandose en la lucha contra el comunismo, realizó golpes de Estado en países latinoamericanos, con el objetivo de defender los intereses comerciales de sus companias, tal es el caso de la United Fruit Company, cuando se vio afectada a grandes perdidas durante el gobierno de Arbenz en 1954. 

La United Fruit Company by Pablo Neruda

Revolucion Guatemala 1944

La CIA en Guatemala en 1954 [NO a la Democracia]

Video Proscripción del Peronismo. Conectar.

¿Que sectores fueron:
a) los que apoyaron el peronismo?
b)los que  destituyeron a Perón ?

viernes, 17 de agosto de 2012

Rodolfo Walsh Prologo. Operación Masacre

RODOLFO WALSH: TABÚ Y MITO
Osvaldo Bayer
No tengo otra forma de definir a Rodolfo Walsh que tomar la frase de Madame de Staél
referida a Schiller: “La conciencia es su musa”. Su conciencia lo seguía a todas partes. (“Me
siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la
persiana.”) Ése es el parámetro de su vida: su conciencia. Predestinación de mezclarse con
la vida, de meterse. No fue consciente, tal vez, de su predestinación. La sangre que
circulaba por sus venas no lo dejaba tranquilo con los productos que le depositaba en el
cerebro. Sus mejores cualidades literarias fueron alma y humanidad. (Y precisamente ésas
no son las que hay que tener para ser considerado un creador literario. Los mandarines
oficiales de la cultura del '83 lo quisieron apostrofar con aquello de “esteta de la muerte”.
Arrogancia y profundo desconocimiento humano propios de cierta cultura académica sostenida
con papeles de Harvard y Cambridge.) Sí, porque Rodolfo Walsh era de Choele-
Choel y había cabalgado doscientos kilómetros para salvar el caballo de su padre muerto.
Ésa es su verdadera universidad; esas horas plenas de dolor del chico ante ese mundo
amenazante, ante ese Dios ontológicamente injusto con los débiles, que son siempre los
faltos de malicia. La inspiración de Walsh siempre vino de las contrapartidas, porque
sospechó de la miopía que crece en la rutina de los claustros. Por eso Walsh se les escapa
a los críticos establecidos -los frígidos y los infibulados- que no lo pueden encasillar. Y no
van a poder nunca. Esos examinadores sinodales no se atreven a aplazarlo pero no le dan
el pase para ser admitido en las órdenes sagradas. Lo califican de periodista para enviarlo al
depósito de mercaderías varias. Walsh -creo- habría aceptado gustoso la definición de “autor
de novelas policiales para pobres” si hubiera leído el ensayo que le dedicó un buen
hombre, tal vez un tanto confundido por la enorme fuerza de este autor y su obra, por la
mezcla salvaje de ética y rebeldía, con una imaginación donde se notan las precoces
transfusiones de la sangre de Georg Büchner, de Roberto Arlt y de aquel increíble “reportero frenético” Egon Erich Kisch, el genial cronista de la república de Weimar que desnudó la falacia de Hitler y sus protectores, y lo previo todo antes del '33. No sé si Walsh quiso hacer con su máquina de escribir más pedagogía social que literatura; si se lo propuso o se lo preguntó a sí mismo. Sus respuestas son irónicas a este respecto. Su idioma dominaba todos los registros; le interesaba ser breve y claro para que lo comprendiese el lector pobre de novelas policiales. Esto no se lo van a perdonar jamás ni la sociedad argentina establecida ni sus acólitos, que nunca quieren perder el tren del poder y se sienten cómodos en sacralizar a sus intelectuales octogenarios hundidos en el suave desencanto de la vida con la metáfora siempre elegante de la duda y el pesimismo.
A Walsh no lo van a perdonar porque él sobrevoló su propio laberinto para acompañar en
calles cuadradas y simétricas, numeradas del uno al cien, al desconocido que es condenado a muerte todos los días por las circunstancias y sus custodios.
Tabú y mito quedará para siempre Rodolfo Walsh entre nuestra sociedad argentina y sus
mandarines culturales, por un lado, y los que divagan entre la poesía, el sueño y la justicia
con sol.
A Walsh lo han llamado “el anti-Borges”. Qué rara coincidencia. Al joven Büchner (apenas
con su magistral fragmento
Lenz, con su Woyzeck, su Leonce y Lena, su Muerte de Dantón)
lo califican el “anti-Jünger” (y a éste, el “Borges alemán”). Büchner era -como Walsh- un
agitador. Walsh era, como Büchner, un contrabandista de la literatura. Büchner era un
comunista precoz; Walsh, un revolucionario latinoamericano consecuente y sin prisa. Ernst
Jünger (el Borges alemán -o Borges, el Jünger argentino) ha sido denominado no sin cierta
ternura en un seminario cumbre de BerlíN
un fascista noble de frialdad proporcionada, donde el calificativo de fascista no fue pensado en peyorativo sino como categoría de pensamiento.
Tal vez para evitar confusiones, el sociólogo Oskar Negt se apresuró a corregir aquel título
por el de un antidemócrata constitucional. De cualquier manera, Jünger (el Borges alemán)
ha construido los uertes pilares del edificio teórico de la revolución conservadora. Un pionero.

¿Walsh, el anti-Borges? Tal vez una definición excesivamente ampulosa, un poco para
asustar al descuidado. O más bien una búsqueda desesperada de congruencia entre los
conceptos de moral, estética y política. Walsh es siempre joven, impetuoso. Vuelo y
profundidad. En su conversación con el lector pobre de novelas policiales hay genio,
tragedia, misterio, ansia. (¿Qué es literatura, acaso?)
Nunca le van a perdonar a Walsh eso: que ha quedado siempre joven. Se les escapa de
los moldes y las escuelas. Supo ver y desnudó a toda la sociedad argentina cuando dejó de
jugar al ajedrez y se asomó a ver qué pasaba. Así nació
Operación Masacre. En esas pocas páginas está toda esa sociedad argentina que no dejó de gobernar nunca. Están los
uniformados pero también la justicia, en esos personajes próceres del derecho: Sebastián
Soler, Alconada Aramburu, Amílcar Mercader. Que van y vienen y cambian de nombre pero
no de rostro y están en todas las épocas, desde 1810.
Operación Masacre

es el gran grito de alerta. Nadie como Walsh supo describir a los
verdaderos fundadores de la gran masacre que vendría después. El teniente coronel
Fernández Suárez no es nada más que la reencarnación del otro teniente coronel Héctor
Benigno Várela, fusilador de las peonadas patagónicas, y el predecesor contemporáneo de
esas figuras casi inverosímiles en su crueldad y su brutal soberbia: Menéndez, Massera,
Camps. El método de Fernández Suárez es el mismo: la bravata, el golpe, la intimidación, la tortura, el robo de las pertenencias, el asesinato. Walsh pone una a una las pruebas sobre la mesa. Los Aramburu, Rojas, Manrique Quaranta recurren a los civiles. Los civiles
encuentran siempre la solución. El discurso de Aguirre Lanari -hombre de todas las
dictaduras y de nuestras pobres democracias- en La Plata, lo dice todo. El asesino será
aplaudido. Walsh no se queja: demuestra.
Cuando uno lee Operación Masacre puede,
entender muy bien el porqué de la reacción de la juventud en los sesenta y setenta. Ahí está la raíz de la violencia. Había que ser muy pequeño, como joven, para no sentir vergüenza.
Vendrá el golpismo como profesión, con aquellos protagonistas dignos de sainetes y
novelones de principios de siglo, como los Toranzo Montero, Sánchez de Bustamante,
López Aufranc. Y después de ellos aparecerá un Aramburu franquista: el triste Onganía con
su general Fonseca, aquél de los bastones largos. Todo esto y mucho más. Ése era el
ejemplo de democracia que se daba a nuestra juventud. Se sembró violencia. Y sus obispos representativos fueron generales y almirantes de gestos mesurados, respaldados por intelectuales afincados en la aristocracia de la cultura y políticos ansiosos asomados a la puerta de los cuarteles, mientras se apaleaba y se metía picana al vulgo, a los plebeyos. No había más censura para las clases lectoras pero se metía bala en los basurales. Un pueblo,de la mano de la democracia peronista a la nueva década infame de los cincuenta y
sesenta; la primera, de trece años; la segunda, de dieciocho.
Pero lo que más aflige es la ofensa que el hombre lleva adentro,
le basta escribir a Walsh.
Y más adelante:
Entonces estamos todos avergonzados. Ahí le está dictando su conciencia, él se limita a teclear.
Él tampoco es un héroe de película sino solamente un hombre que se anima;
sí, al hablar de otro, Walsh se está describiendo a sí mismo. Y toma
contacto con los que van a ser sus personajes:
He hablado con sobrevivientes, viudas,
huérfanos, conspiradores, asilados, prófugos, delatores presuntos, héroes anónimo
Walsh, como Arlt, no sublimiza a la gente de pueblo. Para Walsh es como es y en tres líneas la retrata al hablarnos de un vecino, don Pedro:
Sus ideas son enteramente comunes, las ideas de la gente del pueblo; por lo general acertadas con respecto a las cosas concretas y tangibles, nebulosas o arbitrarias en otros terrenos.
Walsh no se hace ilusiones, los toma como son, pero no por eso hay que fusilarlos ni picanearlos. Los describe como Arlt pinta en aguafuerte el fusilamiento de Di Giovanni, cuando ve morir a un hombre, no al más perseguido de la sociedad. No hay adjetivos ni metáforas. Es un hombre que muere. Un hombre más que muere: el protagonista verdadero es toda la sociedad lasciva y soplona que lo fusila.
Operación Masacre es
el prólogo de la tragedia que vendrá después. Aramburu y Rojas
serán el prólogo de Videla y Massera. Rodolfo Walsh se convertirá de testigo en protagonista.
Será asesinado a balazos, como sus personajes de José León Suárez. Nuestra
sociedad aplaude frenética a nuestros intelectuales que cumplen ochenta años y nos han
ayudado tanto a tener siempre prestos el punto final y la obediencia debida.
Rodolfo Walsh no existe. Es sólo un personaje de ficción. El mejor personaje de la
literatura argentina. Apenas un detective de una novela policial para pobres. Que no va a
morir nunca.
A Enriqueta Muñiz
Agrega el declarante que la comisión encomendada
era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de
todas las funciones específicas de la policía.
COMISARIO INSPECTOR
RODOLFO RODRÍGUEZ MORENO
8
PRÓLOGO
La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó en forma
casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez, se hablaba
más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas, y la única maniobra militar que
gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura
siciliana.
En ese mismo lugar, seis meses antes, nos había sorprendido una medianoche el cercano
tiroteo con que empezó el asalto al comando de la segunda división y al departamento de
policía, en la fracasada revolución de Valle. Recuerdo cómo salimos en tropel, los jugadores de ajedrez, los jugadores de codillo y los parroquianos ocasionales, para ver qué festejo era ése, y cómo a medida que nos acercábamos a la plaza San Martín nos íbamos poniendo más serios y éramos cada vez menos, y al fin cuando crucé la plaza, me vi solo, y cuando entré a la estación de ómnibus ya fuimos de nuevo unos cuantos, inclusive un negrito con uniforme de vigilante que se había parapetado detrás de unas gomas y decía que, revolución o no, a él no le iban a quitar el arma, que era un notable Mauser del año 1901.
Recuerdo que después volví a encontrarme solo, en la oscurecida calle 54, donde tres
cuadras más adelante debía estar mi casa, a la que quería llegar y finalmente llegué dos horas más tarde, entre el aroma de los tilos que siempre me ponía nervioso, y esa noche más que otras. Recuerdo la incoercible autonomía de mis piernas, la preferencia que, en cada bocacalle, demostraban por la estación de ómnibus, a la que volvieron por su cuenta dos y tres veces, pero cada vez de más lejos, hasta que la última no tuvieron necesidad de volver porque habíamos cruzado la línea de fuego y estábamos en mi casa. Mi casa era peor que el café y peor que la estación de ómnibus, porque había soldados en las azoteas y en la cocina y en los dormitorios, pero principalmente en el baño, y desde entonces he tomado aversión a las casas que están frente a un cuartel, un comando o un departamento de policía.
Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese
hombre no dijo: “Viva la patria” sino que dijo: “No me dejen solo, hijos de puta”.
Después no quiero recordar más, ni la voz del locutor en la madrugada anunciando que
dieciocho civiles han sido ejecutados en Lanús, ni la ola de sangre que anega al país hasta
la muerte de Valle. Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me interesa. Perón no
me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?
Puedo. Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo,
a la novela “seria” que planeo para dentro de algunos años, y a otras cosas que hago para
ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo. La violencia me ha
salpicado las paredes, en las ventanas hay agujeros de balas, he visto un coche agujereado y adentro un hombre con los sesos al aire, pero es solamente el azar lo que me ha puesto eso ante los ojos. Pudo ocurrir a cien kilómetros, pudo ocurrir cuando yo no estaba.
Seis meses más tarde, una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un
hombre me dice:
–Hay un fusilado que vive.
No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de
improbabilidades. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con
Juan Carlos Livraga.

Pero después sé. Miro esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más grande en la
garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado flotando una sombra de muerte. Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana.
Livraga me cuenta su historia increíble; la creo en el acto.
Así nace aquella investigación, este libro. La larga noche del 9 de junio vuelve sobre mí,
por segunda vez me saca de “las suaves, tranquilas estaciones”. Ahora, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente: Livraga bañado en sangre caminando por aquel interminable callejón por donde salió de la muerte, y el otro que se salvó con él disparando por el campo entre las balas, y los que se salvaron sin que él supiera, y los que no se salvaron.
Porque lo que sabe Livraga es que eran unos cuantos y los llevaron a fusilar, que eran
como diez y los llevaron, y que él y Giunta estaban vivos. Ésa es la historia que le oigo
repetir ante el juez, una mañana en que soy el primo de Livraga y por eso puedo entrar en el despacho del juez, donde todo respira discreción y escepticismo, donde el relato suena un poco más absurdo, un grado más tropical, y veo que el juez duda, hasta que la voz de
Livraga trepa esa ardua colina detrás de la cual sólo queda el llanto, y hace ademán de
desnudarse para que le vean el otro balazo. Entonces estamos todos avergonzados, me
parece que el juez se conmueve y a mí vuelve a conmoverme la desgracia de mi primo.
Ésa es la historia que escribo en caliente y de un tirón, para que no me ganen de mano,
pero que después se me va arrugando día a día en un bolsillo porque la paseo por todo
Buenos Aires y nadie me la quiere publicar, y casi ni enterarse. Es que uno llega a creer en
las novelas policiales que ha leído o escrito, y piensa que una historia así, con un muerto
que habla, se la van a pelear en las redacciones, piensa que está corriendo una carrera
contra el tiempo, que en cualquier momento un diario grande va a mandar una docena de
reporteros y fotógrafos como en las películas. En cambio se encuentra con un multitudinario
esquive de bulto.
Es cosa de reírse, a doce años de distancia porque se pueden revisar las colecciones de
los diarios, y esta historia no existió ni existe.
Así que ambulo por suburbios cada vez más remotos del periodismo, hasta que al fin
recalo en un sótano de Leandro Alem donde se hace una hojita gremial, y encuentro un
hombre que se anima. Temblando y sudando, porque él tampoco es un héroe de película,
sino simplemente un hombre que se anima, y eso es más que un héroe de película. Y la
historia sale, es un tremolar de hojitas amarillas en los kioscos, sale sin firma, mal
diagramada, con los títulos cambiados, pero sale. La miro con cariño mientras se esfuma en diez millares de manos anónimas.
Pero he tenido más suerte todavía. Desde el principio está conmigo una muchacha que es
periodista, se llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas
pocas líneas. Simplemente quiero decir que en algún lugar de este libro escribo “hice”, “fui”,
“descubrí”, debe entenderse “hicimos”, “fuimos”, “descubrimos”. Algunas cosas importantes
las consiguió ella sola, como los testimonios de los exiliados Troxler, Benavídez, Gavino. En esa época el mundo no se me presentaba como una serie ordenada de garantías y
seguridades, sino más bien como todo lo contrario. En Enriqueta Muñiz encontré esa
seguridad, valor, inteligencia que me parecían tan rarificados a mi alrededor.
Así que una tarde tomamos el tren a José León Suárez, llevamos una cámara y un pianito
a lápiz que nos ha hecho Livraga, un minucioso plano de colectivero con las rutas y los
pasos a nivel, una arboleda marcada y una (x), que es donde fue la cosa. Caminamos como ocho cuadras por un camino pavimentado, en el atardecer, divisamos esa alta y obscura
hilera de eucaliptos que al ejecutor Rodríguez Moreno le pareció “un lugar adecuado al
efecto”, o sea al efecto de tronarlos, y nos encontramos frente a un mar de latas y espejismos.
No es el menor de esos espejismos la idea de que un lugar así no puede estar tan
tranquilo, tan silencioso y olvidado bajo el sol que se va a poner, sin que nadie vigile la historia prisionera en la basura cortada por la falsa marea de metales muertos que brillan
reflexivamente. Pero Enriqueta dice “Aquí fue” y se sienta en la tierra con naturalidad para
que le saque una foto de picnic, porque en ese momento pasa por el camino un hombre alto y sombrío con un perro grande y sombrío. No sé por qué uno ve esas cosas. Pero aquí fue, y el relato de Livraga corre ahora con más fuerza, aquí el camino, allá la zanja y por todas partes el basural y la noche.
Al día siguiente vamos a ver al otro que se salvó, Miguel Ángel Giunta, que nos recibe con
un portazo en las narices, no nos cree cuando le anunciamos que somos periodistas, nos
pide credenciales que no tenemos, y no sé qué le decimos, a través de la mirilla, qué
promesa de silencio, qué clave oculta, para que vaya abriendo la puerta de a poco, y vaya
saliendo, cosa que le lleva como media hora, y hable, que le lleva mucho más.
Es matador escuchar a Giunta, porque uno tiene la sensación de estar viendo una película
que, desde que se rodó aquella noche, gira y gira dentro de su cabeza, sin poder parar
nunca. Están todos los detallecitos, las caras, los focos, el campo, los menudos ruidos, el
frío y el calor, la escapada entre las latas, y el olor a pólvora y a pánico, y uno piensa que
cuando termine va a empezar de nuevo, como es seguro que empieza dentro de su cabeza
ese continuado eterno, “Así me fusilaron”. Pero lo que más aflige es la ofensa que el hombre
lleva adentro, cómo está lastimado por ese error que cometieron con él, que es un hombre
decente y ni siquiera fue peronista, “y todo el mundo le puede decir quién soy yo”. Aunque
eso ya no es seguro, porque hay dos Giuntas, éste que habla torrencialmente mientras se
pasa la gran película, y otro que a veces se distrae y consigue sonreír y hacer un chiste
como antes.
Parece que aquí va terminar el caso, porque no hay más que contar. Dos sobrevivientes,
y los demás están muertos. Uno puede publicar el reportaje a Giunta y volver a aquella
partida que dejó suspendida en el café hace un mes. Pero no termina. A último momento
Giunta se acuerda de una creencia que él tiene, no de algo que sabe, sino de algo que ha
imaginado o que oyó murmurar, y es que hay un tercer hombre que se salvó.
Entretanto la gran divinidad de la picana y sus metralletas empieza a tronar desde La
Plata. La hojita del reportaje flota en los pasillos de la Jefatura de Policía, y el teniente
coronel Fernández Suárez quiere saber qué bochinche es ése. El reportaje no estaba
firmado, pero al pie de los originales figuraban mis iniciales. En el diarito trabajaba un
periodista con las mismas iniciales, aunque a él le tocaron en otro orden: J. W. R. Una
madrugada se despierta para contemplar una interesante concentración de fusiles y otros
implementos silogísticos, y su espíritu experimenta esa gran emoción previa a una verdad
por revelarse. Lo sacan en calzoncillos y lo trasladan en un vuelo a La Plata y a la Jefatura,
lo sientan en un sillón y enfrente está sentado el teniente coronel, que le dice, “Y ahora por
favor, hágame un reportaje a mí. El periodista aclara que no es a él a quien corresponden
esos honores, mientras por lo bajo se acuerda de mi madre.
La rueda sigue girando, hay que ir por esos andurriales en busca del tercer hombre,
Horacio di Chiano, que se ha vuelto lombriz y vive bajo tierra. Parece que ya nos conocen
en muchas partes, los chicos por lo menos nos siguen, y un día una nena nos para en la
calle.
–El señor que ustedes buscan –nos dice–, está en su casa. Les van a decir que no está,
pero está.
–¿Y vos sabes por qué venimos?
–Sí, yo sé todo.
Bueno, Casandra.
Nos dicen que no está, pero está, y hay que ir venciendo las barreras protectoras, las
cautelosas deidades que custodian a un enterrado vivo, esta pared, esta cara que niega y
desconfía. Se pasa del sol de la calle a la sombra del porch, se pide un vaso de agua y se
está adentro, en la obscuridad, se pronuncian palabras-ganzúa, hasta que la más oxidada
del manojo funciona, y don Horacio di Chiano sube la escalera tomado de la mano de su
mujer, que lo trae como un chico.
Así que son tres.
Al día siguiente llega al periódico una carta anónima y dice que “lograron fugar: Livraga,
Giunta y el ex suboficial Gavino”.
Así que son cuatro. Y Gavino, dice la carta, “pudo meterse en la embajada de Bolivia y
asilarse a aquel país”.
En la embajada de Bolivia no encuentro pues a Gavino, pero encuentro a su amigo
Torres, que sonríe, cuenta con los dedos, me dice: “Le faltan dos”, y me habla de Troxler y
Benavídez.
Así que son seis.
Y ya que estamos, ¿no serán siete? Puede ser, me dice Torres, porque había un
sargento, con un apellido muy común, algo así, como García o Rodríguez, y nadie sabe qué
ha sido de él.A los dos o tres días vuelvo a ver a Torres y le disparo a quemarropa:
–Rogelio Díaz.
Se le ilumina la cara.
–¿Cómo hizo?
Ya no recuerdo cómo hice. Pero son siete.
Entonces puedo sentarme, porque ya he hablado con sobrevivientes, viudas, huérfanos,
conspiradores, asilados, prófugos, delatores presuntos, héroes anónimos. En el mes de
mayo, tengo escrita la mitad de este libro. Otra vez el paseo en busca de alguien que lo
publique. Por esa época los hermanos Jacovella han sacado una revista. Hablo con Bruno,
después con Tulio. Tulio Jacovella lee el manuscrito, y se ríe, no del manuscrito, sino del lío
en que se va a meter, y se mete.
Lo demás es el relato que sigue. Se publicó en “Mayoría”, de mayo a julio de 1957.
Después hubo apéndices, corolarios, desmentidas y réplicas, que prolongaron esa campaña hasta abril de 1958. Los he suprimido, así como parte de la evidencia que usé entonces y que reemplazo aquí por otra más categórica. Frente a esta nueva evidencia, creo que la polémica queda descartada.
Agradecimientos: al doctor Jorge Doglia, ex jefe de la división judicial de la policía de la
provincia, exonerado por sus denuncias sobre este caso; al doctor Máximo von Kotsch,
abogado de Juan C. Livraga y Miguel Giunta; a Leónidas Barletta, director del periódico
“Propósitos”, donde se publicó la denuncia inicial de Livraga; al doctor Cerruti Costa, director del desaparecido periódico “Revolución Nacional”, donde aparecieron los primeros
reportajes sobre este caso; a Bruno y Tulio Jacovella; al doctor Marcelo Sánchez Sorondo,
que publicó la primera edición en libro de este relato; a Edmundo A. Suárez, exonerado de
Radio del Estado por darme una fotocopia del libro de locutores de esa emisora, que
probaba la hora exacta en que se promulgó la ley marcial; al ex terrorista llamado “Marcelo”, que se arriesgó a traerme información, y poco después fue atrozmente picaneado; al informante anónimo que firmaba “Atilas”; a la anónima Casandra, que sabía todo; a Horacio Manigua, que me dio albergue; a los familiares de las víctimas.

martes, 14 de agosto de 2012

Guatemalazo


El Guatemalazo. (Ola de democratización)

Revuelta popular  (obreros, sectores medios y estudiantes) reclaman un retorno al régimen democrático. Las Fuerzas Armadas nombraron como presidente a Federico Ponce, y un levantamiento popular al mando de oficiales lo destituyo, reclamaban la convocatoria a elecciones. El presidente que triunfó de ellas fue José Arévalo.

Arévalo (1945-1951)

Período de reformas, se creó una nueva constitución, se suprimió la ley de vagos (permitía a los terratenientes contar con mano de obra forzada y gratuita), se estableció la ley de sufragio universal, ley de propiedad privada y la libertad de asociación sindical.

En 1947 creó el Código de trabajo, que regulaba las condiciones de trabajo. Creo la Ley de Arrendamiento Forzoso que permitía la toma provisional de tierras no cultivadas.

Lucho contra el analfabetismo, creando escuelas y formando mayor cantidad de maestros.

Arévalo, acusado de comunista, sufrió unos 30 intentos de golpes de Estado.

La presidencia de Arbenz (1951-1954)

Ganó las elecciones, en el poder, intento continuar con las reformas democratizadoras, pero en su período, Estados Unidos intensificó los controles (marco de guerra fría), frenando las reformas.

Creo la CGTG (Confederación General de Trabajadores de Guatemala), un puerto, una ruta para unir el país de este a oeste, una central eléctrica, explotación publica de fuentes de energía, como el petróleo

Reforma Agraria(1952)

 Realizo un programa de reforma agraria. La empresa norteamericana United Fruit Company se vio afectada, y disminuido su poder en el territorio. El objetivo era aumentar la producción para la comercialización, expropiando las tierras no cultivadas. La empresa exigía el pago de compensación por la expropiación, Arbenz se negó, el gobierno norteamericano entreno en Honduras a un grupo de insurgentes liderado por el militar Castillo Armas y en 1954, con apoyo del ejército de Guatemala, derrocaron al presidente.

Castillo Armas y con apoyo de EUA, tomo el gobierno y desmantelo las reformas producidas.

La gloriosa victoria. Diego Rivera




United Fruit Company













United Fruit Company empresa norteamericana en Guatemala





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